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Disyunción entre el cuerpo fantasmático y la madurez sexual.

Clase 3- Albana Paganini

Durante su clase, Albana Paganini propuso pensar la adolescencia como una experiencia profundamente desestabilizante, tanto para quien la atraviesa como para quienes la acompañan. El cuerpo adolescente, dijo, no es simplemente un cuerpo en crecimiento, sino una aparición inquietante, un extranjero que se impone y que desarma. Ese cuerpo, que cambia, que se exhibe, que grita o se encierra, no se acomoda fácilmente en los lenguajes disponibles. Es más bien lo que irrumpe, lo que no encaja, lo que produce extrañeza, incluso horror.

Paganini convocó la noción freudiana de lo ominoso (das Unheimliche) para hablar de ese cuerpo que asusta y fascina al mismo tiempo, que no es del todo ajeno pero tampoco del todo familiar. El cuerpo en la adolescencia, explicó, no es un dato biológico ni una metáfora; es un lugar de conflicto. No se trata de una transformación tranquila hacia la adultez, sino de una vivencia convulsiva, una forma de enloquecer momentáneamente frente a lo que se vuelve visible, genital, deseante. Y esto no solo afecta al adolescente. También interroga a los adultos, a los padres, a los terapeutas, a la escuela.

En su mirada clínica, Paganini recalcó que la genitalización del cuerpo no ordena: desorganiza. No hay un camino recto desde la infancia hacia la adultez, sino un desvío lleno de tropiezos, síntomas, regresiones, acting out. Y lo peor que puede hacer un analista, advirtió, es intentar imponer un sentido demasiado rápido, interpretar desde la ansiedad, diagnosticar apresuradamente. Frente al desborde del cuerpo adolescente, la respuesta debe ser la hospitalidad, no el control.

Uno de los ejes más potentes de su exposición fue el de la transferencia. ¿Qué significa acompañar a un adolescente desde el psicoanálisis? ¿Cómo marcar la diferencia generacional sin moralizar ni mimetizarse? Paganini subrayó que el analista debe sostener un “no” que no sea rechazo, un límite que no sea castigo, una presencia adulta que no imponga, pero que tampoco se borre. La transferencia con adolescentes exige una ética del respeto por el tiempo psíquico y por la ambigüedad del deseo. No se trata de enseñar, sino de sostener con ellos la pregunta.

Habló también del lugar del cuerpo en la sesión. De cómo el adolescente puede usar el diván como un escenario, como una trinchera, como un lugar donde esconderse o mostrarse. De cómo las autolesiones, los piercings, los cortes, las estéticas góticas o queer, no deben ser interpretadas de inmediato, sino alojadas como formas de inscripción. “Hay que dejar que el cuerpo diga antes de intentar hacer que hable”, señaló con firmeza.

Y no se olvidó de los padres ni de la escuela. Reflexionó sobre el desconcierto parental, sobre las idealizaciones de la infancia que impiden ver al hijo como sujeto deseante. Habló de las fantasías de pureza, de los duelos no elaborados que los padres cargan cuando su hijo cambia y ya no responde a las proyecciones. También denunció la desmentida institucional que siguió a la pandemia, la violencia simbólica de muchas escuelas frente al sufrimiento adolescente, la exigencia de adaptación sin elaboración.

Para cerrar, propuso no pensar la adolescencia como un “volver a” la infancia ni como un “ya casi” adulto, sino como un momento inédito, radicalmente nuevo. Un territorio de invención subjetiva que no se acomoda ni a los discursos científicos, ni a las normativas escolares, ni a los mandatos familiares. La tarea clínica, insistió, no es guiar ni corregir, sino sostener la apertura. No dar respuestas, sino alojar preguntas.

El desafío no es menor: alojar el cuerpo cuando se vuelve extraño, sin querer apresarlo en significaciones estables. Escuchar el malestar sin traducirlo enseguida en diagnóstico. Sostener la diferencia sin convertirla en amenaza. En esa práctica, quizás, se juega lo más vital del trabajo analítico con adolescentes. Y también, lo más humano.

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