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La posición del analista en la clínica de adolescentes.

La intervención de Joseph Knobel Freud se centra en un eje fundamental de la clínica con adolescentes: la transferencia y la posición del analista. Su hilo argumental atraviesa tanto la relación con los jóvenes como el delicado vínculo con sus padres, insistiendo en que el psicoanalista debe sostener un lugar diferenciado, ni paterno, ni materno, ni de amigo, sino estrictamente analítico.

Uno de los primeros puntos destacados es que la transferencia nunca es única, sino múltiple. Junto a la que establece el adolescente, también se despliega la de los padres, quienes suelen sentirse culpabilizados y juzgados. El analista debe evitar ocupar el lugar de juez, rival o sustituto parental, y construir en cambio una alianza terapéutica que reconozca a los padres, sin olvidar que el centro es el adolescente.

En este marco, Joseph subraya la importancia del encuadre como sostén de la transferencia. Retomando a Winnicott y André Green, plantea que el encuadre es el punto de anclaje del trabajo clínico: horarios, reglas claras y límites explícitos. Pero más allá de lo formal, el encuadre es también un encuadre interno, una posición subjetiva del analista que se aprende en el propio análisis y que protege de caer en confusiones afectivas. Gracias a ello, el analista puede soportar la transferencia negativa —los ataques, el silencio, la hostilidad— sin salirse de su función.

La clase se enriquece con varios casos clínicos. Joseph relata la historia de un adolescente adicto al cannabis que, pese a su resistencia y silencios, mostraba con su puntualidad el valor que otorgaba al tratamiento; o la de un joven grafitero cuyos dibujos permitieron simbolizar fantasías de rechazo y violencia primaria, posibilitando un trabajo profundo hasta transformarse en un artista reconocido. Otro ejemplo es el de un chico que jugaba al Fortnite, donde el analista, lejos de banalizar el juego, lo usó como espacio transicional para desplegar conflictos de identidad sexual, duelo y muerte, enfrentando también la resistencia del padre que no entendía el valor clínico de ese recurso.

En todos los relatos se reafirma la idea de que el psicoanalista no es un compañero de juegos ni un “profesor simpático” al estilo del Club de los Poetas Muertos. El analista debe mantener distancia y función, sin negar el afecto, pero canalizándolo como amor a la profesión y pasión por comprender lo inconsciente. Este afecto se pone a disposición en el espacio analítico, sin confundirse con el amor parental ni con vínculos de amistad.

Hacia el final, Joseph destaca que la transferencia positiva con padres y adolescentes es lo que permite desplegar la confianza necesaria para que emerjan incluso situaciones críticas —como un intento de abuso a través de redes sociales— y que el analista pueda actuar como sostén y referente confiable, siempre desde su lugar propio y nunca reemplazando a la función familiar.

Revisa la grabación de la clase completa aquí: